Cuando tienes los pies helados como dos lubinas (antes de freír) no hay mayor placer que dejar que unas manos fuertes y calientes los cojan y los masajeen con cariño. ¿Que de quién son esas manos? Mira, con los ojos cerrados y una mantita encima me da igual si es Christian Grey o Danny de Vito. De hecho prefiero a Danny de Vito porque es el único de los dos que EXISTE y, la verdad, mis pies necesitan más cuidados que frotarlos contra las hojas de un libro.
Creo que los pies no son valorados ni tratados como se merecen. Imagina esto: primera cita. Sin saber cómo has terminado con ese ejemplar de zarigüeya que te hace soñar guarreridas en un restaurante de baja estofa donde también sirven guarreridas, así que no puedes meter la pata.
Paso uno: Ay, se me ha caído la servilleta al suelo… Te agachas y con una velocidad digna de Flash Delgadon (sí, fue salir de Naturhouse y cambiarse el nombre) le coges el pinrel derecho, le quitas el zapato y te lo pones en el regazo (el zapato no, el pinrel!!!). Ante ti una boca abierta como un buzón exclama en silencio “¡Mosquis!”, y pone en evidencia que no tiene el graduado escolar porque se pasaba las tardes viendo los Simpson.
Ahora, antes de que ese pie acomodado en tus partes blandas te pegue una patada voladora con sabor a queso (y qué queso… Cabrales!) lo coges con ambas manos como si fueras a asfixiar el dedo gordo y lo masajeas con potencia 3 haciendo círculos ligeramente ovalados de color pistacho (¿Pistacho? bueno, pestacho es lo que sube hasta tu nariz…). Ya está. Su boca compone un “loviu” y ya lo tienes todo ganado. Ni siquiera has tenido que recitar a Becquer.
Ni enseñar el tanga de pececitos.
Perfecto, acabas de ligarte una fondue de queso que huele que alimenta. Eres la envidia de Ratatuille. De nada.
Bueno, cuando te canses de la fondue te recomiendo «Al otro lado de las llamas», mi novela de fantasía medieval. Puedes echarle un vistazo aquí. ¡No te arrepentirás!