La siesta, ¿cuándo es suficiente? Esa es la pregunta que me tiene fascinada desde que me he despertado a la hora de la cena de mi ligera siesta. Tengo los ojos como dos ranas en celo y solo se abren cuando croan. El pelo se me ha pegado a la cabeza con terror prealopécico (¡tranquilos, no os dejaré caer!) y mi boca está seca. Me temo que en su interior more un sobaco perejilero a juzgar por cómo se apartan todos de mí…
Yo quería echarme unos 20 minutos, media hora a lo sumo. ¿Para qué ponerme el despertador, si el planeta se va a confabular para que no pueda descansar ni un minuto más? Pues mira, parece que el planeta se ha ido a hacer la manicura y se ha olvidado de mí, me he despertado con la sensación de que la humanidad había sido deconstruida por los aliens mientras yo estaba ronquicienta.
Pero, ¿me ha sentado bien esta sesión doble de cine de las sábanas blancas? ¿Por qué me despierto como si me hubieran dado una paliza en el duodeno? ¿Por qué tengo el triple de sueño que antes de meterme en la cama? ¿Por qué he soñado con olivas con lacitos y no con un maromo musculado que me dé un meneo en el chilly? El caso es que no estoy muy segura de haber invertido bien mi tiempo…
Pensándolo bien podría haber puesto una lavadora, o haber escrito un ensayo sobre cómo pueden unos calcetines de Hello Kitty destrozar tu reputación para siempre. La vida es tan corta, y yo aquí haciendo un prelavado baboso a la almohada… Escribo esto para que te lo pienses mejor la próxima vez que quieras echarte una siesta. Tal vez prefieras invertir tu valioso tiempo en sacar guisantes de su vaina o algo mejor…