Estos días he sufrido un corte en la yema del dedo índice de la mano izquierda que me ha tenido entre la vida y la muerte durante tres días… Bueno, me ha dejado con una pielecilla que se dobla cuando la peino a contrapelo y me da cosilla. Me lo hice de la forma más tonta, haciéndole el bigote a una morsa a navaja (mírala, codiciada y perseguida ahora por los machos… Lástima que también sea macho).
Y eso me lleva a pensar, ¿tú sabes la de veces que me he cortado en ese dedo, justamente en la yema, justamente en la misma rayita de la huella dactilar, en esa célula, en ese átomo? Y ya te digo que el átomo ha emprendido acciones legales contra mí por intento de chiquicidio reiterado. ¡Como si lo hiciera yo aposta! (no lo descartes, átomo chusquero…)
Y es que estoy cortando cebolla y, ¡rakatá! Ya me he cortado. Estoy cortando pan y, ¡tokotó! Ya me he vuelto a cortar. Y picando un ajo. Y doblando un papel por la mitad. Y jugando con la plastilina, ¡esto ya es vicio! Y aún así, me miro el dedo y no tengo ni una cicatriz. Esto es como cuando los tíos que criaban caracoles (viciosetes desviados…) descubrieron que les quedaban las manos pringosas después de retozar con los bichos y decidieron comerciar las babas para que nos pringáramos todos. ¡Oh, milagro! ¡Desde que nos ponemos baba de caracol tenemos las manos pringosas!
Creo que tengo un poder de regeneración ilimitado, perfecto y estúpido en ese dedo, y podría demostrarlo cortándomelo de cuajo y esperando que volviera crecer. Ya puestos, que creciera un dedo de modelo, qué leches… Pero un gran poder conlleva una gran responsabilidad, así que voy a morderme una uña y, ¡mira, mira, mira cómo crece!
Te dejo un nuevo capítulo de Lúa, que ha crecido mientras miles de setas son engañadas para que crean que es otoño y luego te las encuentras en el súper.
¡Y no te olvides de “Al otro lado de las llamas”, que te espera en Amazon!