Capítulo 7

Kendra se levantó sin una idea clara de lo que quería hacer. Sólo sabía que si quería integrarse en el pueblo tenía que formar parte de él. Claro que podía conseguir comida en el bosque y podía dormir colándose en un pajar, pero si eso era lo mejor que podía conseguir, ya podía volverse a casa. Y no era su intención. Por eso tomó un desayuno ligero de sus provisiones, que empezaban a escasear, y salió a la calle resueltamente. Nada más salir se quedó paralizada. Ya se había olvidado de lo concurridas que estaban las calles de día. Gente que iba arriba y abajo, carromatos, gritos, risas… Un torbellino de colores y sonidos la envolvió de repente, aturdiéndola. Kendra tuvo que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no volver a meterse dentro del pajar. Los latidos de corazón se sucedieron presurosos, y ella no se atrevía a dar un paso más. Pero no pasó nada malo. La gente la ignoraba. La niña dio un paso. Luego otro. Y otro. Cada uno era una pequeña victoria. Cuando quiso darse cuenta había avanzado hasta la esquina. Miró atrás y vio la seguridad de su pajar muy lejos. Pero lo estaba haciendo bien. Con tortuosa lentitud fue avanzando por la calle. Ahora ya…

– ¡Cuidado!- un carro casi la atropelló. Kendra se apartó de un salto, aterrada- ¡Mira por dónde vas!

La niña se quedó apoyada contra la pared respirando entrecortadamente.

– ¡Que si estás bien!

Kendra se sobresaltó. Tenía un anciano al lado, no debía de haberle oído.

– Sí, sí. Gracias.

El anciano le dio unas palmaditas en la cabeza y se fue. Una buena persona, pensó Kendra. Para compensar al hombre del carro.

Poniendo más atención en cada paso que daba, Kendra fue recorriendo el pueblo, que cada vez le parecía más grande. Se trataba de un pueblo próspero, lleno de comercios con sus productos pulcramente colocados en estanterías. Los edificios de piedra estaban bien cuidados y de los balcones colgaban plantas con flores. Las puertas y las ventanas eran de madera clara, como si todos se hubieran puesto de acuerdo al colocarlas. Parecía un lugar agradable donde vivir. Ahora la niña se sentía más segura. Nadie intentaba hacerle daño, sólo se trataba de gente normal que se dedicaba a sus quehaceres. Como su propio pueblo, de pequeña, cuando iba con su madre.

Kendra llegó a una plaza adoquinada con una fuente donde había unos niños jugando. Los niños no le daban miedo. Se quedó mirándolos embobada mientras corrían arriba y abajo, sudando y gritando. Al final se acercó a ellos.

– ¿Puedo jugar?

No la oyeron. Lo había dicho muy bajo. Carraspeó.

– ¿Puedo jugar?- repitió más alto.

Los niños pararon en seco y se la quedaron mirando.

– ¿Alguien la conoce?- preguntó uno mirando a los demás. Todos negaron con la cabeza- ¿Cómo te llamas?

– Kendra.

– ¿Y de dónde sales? No te había visto nunca.

– Acabo de llegar al pueblo- respondió ella, un tanto cohibida.

– ¿Qué te ha pasado en la ropa?- preguntó otro niño señalando su vestido.

Kendra se miró. Estaba tan acostumbrada a su ropa que no se había percatado de lo andrajosa que estaba. Aparte de los bajos rotos, el vestido estaba desteñido, gastado y lleno de agujeritos. Tendría que conseguir algo que ponerse pronto.

– Me he caído por un terraplén de camino al pueblo.

– ¿De dónde vienes?

No quería decirles que había salido del bosque. Pensó en su pueblo natal.

– De Terlan.

Al momento se arrepintió de haberlo dicho. Los niños se miraron unos a otros con incredulidad.

– ¡Terlan! ¡No te lo crees ni tú!- dijo el chico que había hablado primero, que parecía ser el cabecilla.

– ¡Si es un pueblo maldito!

– ¡Allí sólo viven espíritus!

Vaya, entonces les había llegado la noticia. No era de extrañar, al fin y al cabo habían pasado cuatro años desde la masacre.

– Quiero decir que pasé por allí cerca de camino aquí- repuso ella rápidamente. Intentó cambiar de tema-. Por cierto, ¿cómo se llama este pueblo?

– Crenton. ¿Dónde vives?- preguntó el cabecilla.

– ¿Has venido con tus padres?

– ¿Tienes algún familiar aquí?

Todos empezaron a hacer preguntas a la vez y Kendra no quería contestar ninguna. Se cruzó de brazos, a la defensiva.

– ¿Puedo jugar o no?

– Es que estamos justos…- comenzó uno.

– Es que eres una niña…- añadió otro crío, el más alto de todos.

Kendra resopló enfadada. Se giró para irse. Con el rabillo del ojo vio como el cabecilla le daba un codazo a otro y le guiñaba un ojo.

– Espera- Kendra se volvió para mirarle-. Si pasas la prueba podrás jugar con nosotros.

– ¿Qué prueba?- preguntó ella, recelosa.

– Tienes que aguantar con la cabeza debajo del agua hasta que contemos cien- dijo el cabecilla señalando la fuente que había en medio de la plaza.

Qué tontería de prueba, pensó Kendra.

– ¿Todos vosotros la habéis pasado?

– Claro.

– ¿Y cómo sé que vais a contar sin hacer trampas?- preguntó.

– Te lo prometo, contaremos hasta cien y te avisaremos- dijo el cabecilla solemnemente.

– Bueno.

Se dirigieron a la fuente. Kendra se puso delante del agua.

– ¿Preparada? ¿Lista?- el cabecilla hizo una pausa teatral- ¡Ya!

Kendra metió la cabeza debajo del agua. Inmediatamente le pidió al agua que dejara una especie de tubo de aire hasta su boca para que pudiera respirar. Luego empezó a contar tranquilamente. Cuando llegó a cien pensó que la avisarían, pero no lo hicieron. Tal vez contaran más lento. Ciento cinco. Ciento diez. No podía quedarse más tiempo o comenzarían a sospechar. La niña levantó la cabeza para salir del agua pero unas manos la sujetaron abajo. ¡Estaban intentando ahogarla! Ella forcejeó para salir pero estaba en una posición en la que no podía hacer gran cosa. A través del agua le llegaban las risas de los niños. ¿Qué podía hacer? Hizo ver que se quedaba sin fuerzas poco a poco y dejó de moverse. Se quedó totalmente inerte. Las manos aflojaron su presa pero ella no sacó la cabeza. Quería que pensaran que estaba muerta. Entonces oyó unos gritos amortiguados por el agua y notó cómo las manos la sujetaban y la sacaban precipitadamente del agua. Nada más salir cogió al chico que la había sacado por la camisa y lo tiró de cabeza dentro de la fuente. Lo cogió tan desprevenido que no se resistió, se limitó a gritar agitando las manos para intentar no caerse. Una vez en el agua le mantuvo contra el fondo sujetándole el cuello con las dos manos. Los demás se habían quedado tan sorprendidos que en un principio no pudieron hacer otra cosa que quedarse embobados mirando. Cuando vieron que su amigo luchaba inútilmente por zafarse reaccionaron y fueron a echarle una mano. Cogieron a Kendra por detrás y tiraron de ella con todas sus fuerzas pero no consiguieron que soltara su presa, no sospechaban que el agua la estaba sujetando por los brazos. Le gritaron que soltara a su amigo pero ella les ignoró. Estuvieron así hasta que el niño de debajo del agua dejó de forcejear. Entonces Kendra tiró de él y le sacó la cabeza del agua. Al dejar de estar sujeta por el agua los demás niños pudieron repentinamente tirar de ella, y con ella, del niño que estaba en la fuente. Salieron todos prácticamente volando y terminaron en el suelo con el niño mojado encima del montón de críos, jadeando para recuperar el aire. Kendra se lo quitó de encima sin miramientos y se puso de pie.

– ¿No decías que habíais pasado la prueba todos? Éste no ha aguantado ni hasta cincuenta.

Los niños fueron poniéndose en pie y a Kendra le parecieron patéticos. Sin decir nada más se dio media vuelta y se fue.

– Espera- dijo el cabecilla con un deje de admiración en su voz-. Si quieres, puedes jugar con nosotros.

Ella no se dignó a girarse.

Nada más girar la esquina buscó un rincón donde poder secarse el agua sin que la vieran. Se pasó la mano por el pelo y la parte delantera del vestido y recogió toda el agua en una bola. Luego se la bebió. De lo que había pasado sacó tres conclusiones: que no volvería intentar jugar con los niños, que eran un hatajo de imbéciles y que, a pesar de todo, no eran malos del todo. No habían intentado matarla de verdad, sólo hacerle una trastada. Si aquel chico no la hubiera soltado nada más hacerse la inconsciente ella lo habría matado sin pensarlo. O eso creía.

Ya estaba bien de hacer el tonto, tenía que pensar algo para poder vivir como una persona normal. Cruzando la calle vio a un chico no mucho mayor que ella cargando unos sacos en una carretilla. Claro. Tenía que buscar trabajo.

Kendra entró en la primera tienda que vio. Era una panadería. Le encantaría trabajar allí, con el delicioso olor a pan recién hecho impregnándolo todo. Seguro que la dejarían comerse algún panecillo al final del día… Antes de entrar se preparó mentalmente un guion de lo que iba a decir. Luego esperó pacientemente a que no hubiera ningún cliente porque si no, no le harían ningún caso. Cuando llegó el momento entró en la tienda y fue derecha al mostrador. Era una panadería pequeña, con hogazas de pan de todos los tamaños amontonadas en cestas. Detrás del mostrador había un hombre de unos cuarenta años con bigote. Llevaba una camisa sin mangas y tenía manchas de harina por todas partes.

– ¿Qué querías?

– Vengo a buscar trabajo- dijo ella con timidez.

El hombre se rio de ella.

– ¿No eres muy pequeña para trabajar?

– No.

El hombre se rio más fuerte.

– Aprendo rápido- dijo la niña con un deje de súplica en la voz.

El hombre dejó de reírse.

– Lo siento. No necesito a nadie.

– Pero…

Él la cortó con un gesto tajante.

No necesito a nadie.

Kendra se fue sin despedirse. En el guion que había pensado era mucho más convincente y conseguía el trabajo. En fin, sólo era su primer intento. Probó suerte en la tienda de una modista. La mujer de la tienda miró boquiabierta su vestido nada más entrar.

– Virgen santa, niña. ¿Te ha atacado una manada de lobos?

Kendra compuso una sonrisa.

– Más o menos. Venía a buscar trabajo.

– Pues te has equivocado de sitio. El negocio apenas da para mantenerme a mí y a mi marido.

– Podría trabajar a cambio de comida y un sitio donde…- Kendra desistió al ver la cara de la mujer. Se fue hacia la salida con la cabeza gacha.

La verdad es que el aspecto de la niña dejaba mucho que desear. Aunque iba relativamente limpia no había podido lavarse desde que había llegado al pueblo. El pelo larguísimo y negro le caía sobre los hombros y la espalda en una maraña enredada. La niña estaba tan flaca que el vestido que llevaba le quedaba como un saco andrajoso y su cara, aunque era agraciada, se había afilado demasiado. Parecía un pequeño búho con aquellos ojos grandes y de color ámbar en medio de su carita descarnada.

El día fue pasando y Kendra no obtuvo más que negativas y algunas burlas. Cuando vio que los comercios empezaban a cerrar se dio cuenta de lo tarde que era, así que fue al pajar y se terminó lo que le quedaba de provisiones antes de irse a dormir al techo.

El segundo día no tuvo más suerte, con el agravante de que no le quedaba comida. Tuvo que perder la mayor parte de la mañana yendo al bosque a buscar algo que llevarse a la boca. Por suerte podía preguntar a las plantas dónde buscar y así fue directamente a un rincón sombrío y tranquilo repleto de fresas y bayas silvestres. También le indicaron donde encontrar riazas, cuyas hojas carnosas eran comestibles. Con el estómago lleno y algunas hojas de riaza en la mochila Kendra regresó al pueblo. Una parte de ella quería rendirse y volver a casa, pero la otra le impedía volver con el rabo entre las piernas. Kendra fue peinando el pueblo sistemáticamente, entrando en todos los negocios independientemente de que fueran apropiados o no para ella. Se sentía capaz de aprender a hacer cualquier cosa. Sin embargo, el herrero, el albañil y el carpintero no pensaron lo mismo y se mofaron de ella en su cara. Por la noche se metió en el pajar arrastrando los pies, cansada y triste. Se estaba comiendo las hojas que tenía guardadas cuando oyó unas voces en la puerta.

– Te digo que aquí dentro hay una chica, lleva varios días durmiendo aquí- la voz era de hombre y parecía bastante borracho.

– A ver si es verdad y esta noche me ahorro un buen dinero- se rio otra voz, al parecer de otro borracho.

Kendra guardó rápidamente las hojas en la mochila y apagó la pequeña llama que tenía para no estar completamente a oscuras. Luego se subió al techo rápidamente y procuró quedarse muy quieta en el rincón más oscuro. Desde donde estaba vio como se abría la puerta de par en par y entraban dos siluetas apoyándose una en otra y haciendo eses.

– ¡Guapa! ¿Dónde estás? Ven aquí, bonita, no vamos a hacerte daño- dijo uno alegremente. Kendra tuvo la certeza de que mentía.

– Anda, sé buena y ven con el tío Jerol…- dijo el otro, que sostenía una lámpara de aceite en la mano. Fueron avanzando a trompicones por el pajar buscándola.

– No deberías dormir aquí, chica. ¿Dónde demonios te has metido?

– ¿Seguro que la has visto entrar?- preguntó el otro con recelo.

– Tan seguro como que estamos tú y yo aquí- el tipo miró la lámpara que sostenía su compañero- ¿Qué le pasa a la luz?

Kendra estaba haciendo que la llama fuera bajando paulatinamente a medida que se acercaban a ella.

Jerol miró la lámpara como si la viera por primera vez y le dio un par de golpes en el cristal con el dedo. La llama tembló, haciendo un juego de luces y sombras con la nariz colorada del borracho. Luego levantó la cabeza y gritó al aire:

– ¡Joder, como no salgas a la de tres te voy a dar una paliza que…!

– ¡Eso, una paliza!- añadió su compañero, muy animado.

– Uno… Dos… Tres… ¡Sal aquí donde te veamos, chica!

Estaban prácticamente debajo de la niña. Kendra contuvo la respiración y bajó la luz de la lámpara al mínimo. Con aquella luz los borrachos apenas se veían el uno al otro.

– ¿Qué pasa aquí?

La voz vino de la puerta. Los dos hombres se giraron, no sin dificultades, y vieron una silueta recortada en la puerta. Una silueta de hombre.

– No te metas donde no te llaman, imbécil- le espetó Jerol.

-No te metas tú en mi pajar. Ya os estáis largando de aquí, pero ya– el tono de voz era tajante. Los borrachos dudaron.

– Y una mierrrrda este pajar es tuyo- saltó el otro borracho-. Vete tú.

El hombre de la puerta dio dos pasos al frente.

– O salís ya o entro a por vosotros- dijo tranquilamente.

Algo en su voz hizo que los borrachos se lo pensaran mejor porque, a pesar de que siguieron increpando e insultando al recién llegado, lo hicieron mientras se marchaban.

Cuando llegaron a la puerta el hombre le quitó la lámpara a Jerol y le dio un empujón hacia fuera.

– No necesitarás esto.

Kendra aprovechó el movimiento de la lámpara para subir un poco la luz sin que se notara mucho y vio que el recién llegado era mucho más joven de lo que se había imaginado. Tendría unos dieciséis años. Tal vez diecisiete. En cuanto se fueron los dos borrachos el joven cerró la puerta y buscó dentro con la mirada.

– Ya se han ido, puedes salir tranquila.

Kendra no se movió. El chico se encogió de hombros.

– Como quieras- se rio sacudiendo la cabeza-. Ni siquiera sé si estoy hablando solo…

Se sentó en un rincón cerca de la puerta, sacó pan y queso de una bolsa que llevaba y empezó a comer tranquilamente. Luego dejó el pan y el queso a un lado y sacó una manzana. La limpió un poco frotándola contra la manga de su camisa y se la comió a mordiscos. La niña le observaba en silencio, conteniendo la respiración mientras la boca se le hacía agua. Cuando se terminó la manzana, el joven sacó otra de la bolsa y la dejó junto con el pan y el queso en el suelo, sobre la propia bolsa. Luego se sentó a pocos metros, contra la pared.

– Si quieres, puedes comerte eso. Yo no quiero más.

Se arrebujó en la capa que llevaba puesta pero luego se lo pensó mejor y se la quitó. Dejó la capa doblada junto a la comida.

– Por si tienes frío- dijo, y se echó a dormir en su rincón- ¡Pero mañana me la devuelves!- añadió.

Kendra no salió. Al menos, no al momento. Esperó mucho rato hasta que estuvo segura de que él estaba dormido y entonces bajó del techo. Se acercó sin hacer ruido hasta la comida y la cogió con cuidado. Luego miró la capa. Parecía calentita y agradable al tacto. Ella no la necesitaba, estaba acostumbrada a temperaturas mucho más bajas y a la intemperie. Cogió la capa y con sumo cuidado tapó al chico con ella, conteniendo el aliento para no despertarlo. Él se revolvió un poco pero no se despertó. Como se había dejado la lámpara encendida pudo verle de cerca. Tenía el pelo rubio y ondulado, y sus facciones eran armoniosas. Parecía tan inocente…

– Gracias- susurró tan bajo que no la hubiera oído ni aunque hubiera estado despierto.

Kendra se fue a la otra punta del pajar con la comida y cenó desde la oscuridad de su techo.

La niña se despertó antes que el chico y salió de puntillas para no despertarlo. Con la luz entrando por las ventanas pudo verle mejor la cara. No la olvidaría. Le pareció bastante guapo. Pero, claro, le hubiera parecido guapo aunque hubiera tenido la lepra, sólo por portarse bien con ella.

Kendra se propuso conseguir un empleo ese día sí o sí. Mientras se dirigía a la parte de pueblo que le faltaba por recorrer fue dando cuenta de un trozo de pan que se había guardado de la noche anterior. Visitó el taller de un curtidor, una frutería y una cestería. Nada. Y encima tuvo que soportar las burlas del curtidor. Luego probó en una zapatería, e incluso pidió empleo como ayudante del alcalde. El alcalde ni siquiera la recibió, pero a su secretario le hizo gracia y le regaló una barrita de caramelo. Menos era nada. Kendra se alejó calle abajo lamiendo su barrita de caramelo cuando vio el cartel de un herbolario. ¡Un herbolario! Miró a través del cristal de la puerta y vio un sinfín de tarros llenos de hierbas secas. Sin duda necesitaría abastecerse de plantas medicinales, y en eso nadie era mejor que ella. Entró en la botica con resolución. Tras el mostrador había un hombre mayor, de unos cincuenta años, encorvado y con la cara llena de manchas. Llevaba un extraño artilugio con cristales sobre la nariz que se aguantaba con unos cordeles atados a las orejas. El hombre estaba mirando la etiqueta de un tarro con los ojos entrecerrados y manteniendo el tarro sujeto con la mano lo más lejos posible de su cara.

– Buenos días- dijo Kendra.

– Un momento- el viejo se acercó y alejó alternativamente el tarro a la cara hasta que se le ilunimó el rostro. Para estar más seguro abrió el tarro y lo olió. Hizo una afirmación con la cabeza. Entonces dejó el tarro en una estantería y se volvió hacia la niña-. ¿En qué puedo ayudarte?

– Vengo a buscar trabajo.

El herbolario la miró de reojo.

– Debes estar de broma. No…

Kendra le cortó y habló atropelladamente.

– Sí, ya lo sé. No necesita a nadie. Pero bien tendrá que rellenar esos tarros cuando se vacían. Yo puedo recoger plantas medicinales para usted.

– Yo mismo las recojo. Además, no distinguirías un helecho de un burro. No, me darías más trabajo que otra cosa…

– No creo que esté usted para ir andando por el bosque- le soltó mirándolo de arriba abajo. El hombre puso cara de enojo y fue a decir algo pero Kendra siguió hablando-. Póngame a prueba. Pídame algo que necesite y si se lo traigo, deme el empleo.

El hombre se la quedó mirando un momento y dijo:

– Está bien. Tráeme flor de rampilo y raíz de etofa y te contrataré.

Kendra puso cara de irritación. La flor de rampilo sólo se encontraba justo antes de que cayeran las primeras nevadas, y nunca se había encontrado con ninguna etofa. Seguramente sería un nombre inventado.

– Señor, me gustaría conseguir este empleo ahora, no en otoño. Y respecto a la etofa… No creo que pueda conseguir de eso en estos bosques- dijo con cuidado. Tal vez sí que existiera y fuera una planta exótica.

El boticario la miró con sorpresa e interés.

– Bueno, a ver qué te parece esto. Si me traes hoja de sable te contrataré.

A Kendra se le iluminó la cara. Se fue corriendo a la salida.

– ¡No se arrepentirá!

Kendra se fue volando al bosque. La hoja de sable era difícil de encontrar porque necesitaba unas condiciones muy especiales para crecer. Necesitaba tener agua estancada cerca, un lugar soleado, pero no demasiado, la tierra tenía que tener mucho hierro… Cualquiera podría haberse pasado días y días buscando pero Kendra sólo tenía que preguntar. Las primeras plantas a las que preguntó no conocían de ninguna hoja de sable por aquellos lares, pero a medida que se internó en la espesura fue encontrando algún árbol o algún arbusto que sí la conocía, al menos de oídas. Le fueron indicando la dirección en que tenía que ir hasta que, al final, encontró un rinconcito al lado de un charco grande lleno de hojas de sable. Kendra saludó y le preguntó a una hoja de sable para qué servía. La hoja de sable la miró con curiosidad.

– Para perder niños. No creo que te haga falta.

– ¿Para perder niños? No entiendo, ¿por qué alguien habría de querer perder un niño? ¿Porque es muy travieso?

Las plantas se echaron a reír. Era evidente que la niña no había entendido nada.

– No, tonta. Cuando una mujer lleva un niño en la barriga y no quiere tenerlo toma una infusión hecha con las hojas más tiernas y, ¡zas!, ya no lo tiene.

Kendra no le vio ninguna utilidad. ¿Por qué iba nadie a querer hacer eso? En fin, a lo que iba…

– Necesito coger un poco. ¿Cúanto hace falta para una persona?

– Oh, con dos o tres hojas tiernas es suficiente. Más podría ser peligroso para la madre.

– Entonces cogeré diez hojas tiernas con vuestro permiso.

– Bueno, si nos lo pides así…

Las plantas se dejaron coger algunos brotes tiernos y la niña regresó al pueblo corriendo.

Cuando llegó a la botica otra vez estaba sudando y con la cara roja por el esfuerzo. El boticario se sorprendió al verla de vuelta tan pronto.

– Vaya, ya estás aquí… A ver qué tontería me has traído.

Kendra cogió los brotes de los bolsillos y los puso sobre el mostrador. El boticario los miró con cara de suficiencia. Luego los miró más de cerca, ajustándose los cristales delante de los ojos, y puso cara de asombro. Sólo un momento.

– ¿Por qué no me has traído la planta entera?

– Porque no hace falta. Sólo se necesitan los brotes tiernos. Se hace una infusión.

– ¿Para qué?- preguntó el boticario entrecerrando los ojos.

– Para perder niños- dijo ella con determinación.

– ¿Cómo la encontraste tan rápido?- La niña se encogió de hombros- ¿Quién te ha ayudado?

– Nadie.

– No me mientas. Tú no tienes por qué conocer esta planta, hay poca gente que sepa reconocerla y menos para qué sirve.

– Si fuera otra persona la que ha buscado la planta, ¿no vendría a pedir empleo ella misma?

El boticario cogió con cuidado los brotes y los puso en un cajón.

– Ya puedes irte.

– ¿Y el trabajo?

– No hay trabajo para ti.

– ¿Por qué?- Kendra sintió que la rabia le subía por el estómago.

– No necesito a nadie.

– Ah, ¿no? ¡Pues devuélvame los brotes de hoja de sable!

– No sé de qué me estás hablando. Ahora vete o llamaré a un guardia.

Kendra temblaba de rabia. Pensó en incendiar el local. Saboreó la idea en su mente. Sería tan fácil… Pero no, no debía hacerlo. Se fue a la salida a paso vivo.

– Te vas a enterar- masculló entre dientes dando un portazo.

¿Qué podía hacer? Kendra se paseó por la calle arriba y abajo pensando. No podía dejar que aquel imbécil se saliera con la suya. Se sentó en el suelo a comerse todo lo que le quedaba, unas cuantas hojas de riaza. Estaba tan enfadada que ni siquiera se las pudo terminar, se le había cerrado el estómago. ¿Y si esperaba a la noche y le destrozaba la tienda? No, sabría que había sido ella y se metería en un buen lío. Se imaginó siendo perseguida por los guardias y terminando en la cárcel. No era la manera que tenía pensada para conseguir un techo. Desde lejos vigilaba la botica y veía entrar y salir gente. Qué rabia… ¿Y si lo desacreditaba? No, la gente debía conocerlo de toda la vida y no se fiaría de lo que dijera una mocosa harapienta que nadie sabía de dónde había salido. No, tenía que haber algo que pudiera hacer. Se le ocurrió una idea. Se puso al lado de la tienda, teniendo cuidado de que el boticario no la viera desde dentro. Un hombre pasó por delante de ella en dirección a la tienda.

– ¡Señor, señor!- El hombre se paró- ¿Va usted a la herboristería?

– Sí, ¿por qué?

– ¿Qué va a comprar, si no es mucho preguntar?

– Media libra de grocena.

– ¿Y eso cuánto cuesta?

– Cinco roanes de cobre. ¿Por qué lo preguntas?

– Si quiere yo puedo conseguírsela por tres roanes.

El hombre levantó una ceja.

– ¿Y de dónde vas a sacarla?

– Del bosque. La iré a buscar ahora mismo.

El hombre la miró con desprecio y continuó caminando.

– Prefiero pagar cinco roanes de cobre por  un poco de grocena que tres por unos hierbajos del camino.

Mensaje captado. Era demasiado pequeña para conocer las plantas. Mientras esperaba al siguiente cliente se inventó algo mejor que decir.

– Buenas tardes, señora. ¿Va usted a la herboristería?

– Sí, cariño. Necesito mata de carretero para mi marido, que está resfriado.

– Ah… Si quiere yo puedo conseguírsela por menos de lo que le cobrará el herbolario.

– ¿En serio? Porque él me cobra siete roanes de cobre por cuatro tallos.

Por la cara de la mujer le debía costar al menos nueve roanes.

– Yo se la consigo por seis.

La mujer la miró con suspicacia.

– ¿No irás a robarla?

– Mi madre tenía una herboristería en Gádenon. Nos acabamos de trasladar a Crenton.

– ¿Y por qué no viene tu madre?

– Porque tuvo un accidente y se ha roto una pierna. Y necesitamos dinero urgentemente, por eso estoy aquí malvendiendo sus hierbas medicinales…- bajó la vista intentando parecer convincente.

– Bueno, entonces me puedes conseguir cuatro tallos por seis roanes?

La niña asintió.

– Si quiere podemos vernos aquí mismo dentro de un rato, lo que se tarda en ir a la otra punta del pueblo y volver.

– De acuerdo. Hasta luego.

– ¡Ah, y si conoce a alguien que necesite algo, dígale que hable conmigo!

– Descuida, lo haré.

Kendra se fue al bosque y en un santiamén tenía los tallos de mata de carretero más un poco de runca, arceno y otras hierbas para tratar los dolores más comunes. Cuando regresó la mujer ya estaba allí esperándola. Kendra le enseñó los cuatro tallos.

– Serán seis roanes- dijo con profesionalidad.

– Toma siete… Para que tu madre se tome una buena sopa.

Vaya, si le daba siete era que por lo menos valían doce.

– Gracias.

Kendra repitió la operación con otras personas y le funcionó bastante bien. Tuvo la suerte de haber acertado bastante con las hierbas que había recogido, así pudo venderlas al momento. También consiguió encargos para el día siguiente. Con todo, hubo gente que no quiso hacer tratos con ella y se fue a la herboristería.

El herbolario debió de notar que no entraba casi nadie, o alguien le debió comentar que una niña le estaba intentando quitar el negocio, porque ya casi a la hora de cerrar salió hecho una furia.

Kendra estaba sentada en el escalón de un portal cercano a la esquina. Lo vio venir pero no hizo nada por huir. ¿Qué podía hacerle un viejecito como aquel?

– ¡Tú! ¿Cómo te atreves a robarme los clientes?

– Yo no te he robado nada. Tú no puedes decir lo mismo…- le contestó Kendra con todo el descaro del mundo.

– ¡Voy a llamar a los guardias!- le espetó señalándola con el dedo- ¡Te van a moler a palos!

– Lo dudo mucho- respondió ella tranquilamente-. No estoy haciendo nada ilegal- en realidad no estaba segura de ello porque no conocía mucho las leyes pero lo dijo con aplomo-. En cambio parece que tú te dedicas a vender hierbas muy por encima de su valor real. O eso dice la gente por ahí…

El herbolario bajó la voz.

– De acuerdo. ¿Cuánto quieres por irte? ¿Cincuenta roanes? ¿Una mina?- se echó mano al bolsillo.

Kendra se echó a reír con desdén.

– En lo que llevo de tarde he conseguido bastante más que eso- mintió-. No, lo que quiero es un trabajo. O me lo das o sigo a lo mío.

El herbolario suspiró. Aquella renacuaja podía reventarle el negocio en dos semanas si seguía así.

– De acuerdo.

– ¿Cuánto me vas a pagar?

– ¿Qué?

– Que cuánto me vas a pagar. Hazme una buena oferta, ya sé que te ganas muy bien la vida.

– Una mina a la semana.

– Dos minas.

– Una mina y cincuenta roanes.

Kendra se quedó pensándolo.

– Hecho. Y una habitación donde dormir.

– ¿Cómo dices?

– Necesito un lugar donde dormir.

– ¡Eres una descarada, niña!

– Si no, me voy. Tengo muchas hierbas que coger para mañana…

– Vale, vale. Tengo una habitación de sobras en mi casa. ¡Pero nada de meter animales ni gente en casa! ¡Y si armas jaleo te vas fuera!

Kendra se levantó de un salto y abrazó al viejo, pillándolo por sorpresa.

– ¡No te arrepentirás!

El viejo se la quitó de encima de malas maneras.

– ¡Y nada de abrazos! Tú y yo no somos amigos.

Capítulo 8

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2 respuestas a Capítulo 7

  1. Pingback: Entre ruegos, presiones y amenazas llega el capítulo 7 | Al otro lado de las llamas

  2. cada capitulo me gusta mas el capitulo octavo rapidito porfa un saludo

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