El tren está tan abarrotado que termino aplastada contra la pared del vagón. El hombre que me está aprisionando esboza una sonrisa de disculpa cuando una brusca sacudida lo estampa contra mí. Es curioso, lo que en la calle me parecería una invasión de mi espacio personal, aquí lo acepto sin rechistar. Está tan cerca que su perfume flota a mi alrededor como una nube, y su calor me envuelve agradablemente. Me parece bastante guapo. Un frenazo me lanza en sus brazos y él me sujeta. No, me abraza. Yo, más bajita, le miro desde su barbilla y los dos volvemos a sonreír como tontos. Él no me suelta, me estrecha entre sus brazos y me mira de una manera que hace que me derrita. Yo también le abrazo. Le besaría. Llegamos a una estación y baja la mitad de la gente pero nosotros nos quedamos entrelazados, mirándonos. Pasa una eternidad así, o un instante, no lo sé, y de repente estamos en mi parada. No quiero bajar. Miro el andén, que aparece lentamente mientras frena el vagón.
– Es mi parada…- digo con cara de circunstancias, y al momento me arrepiento de haberlo dicho.
Él me suelta a regañadientes, la sensación de pérdida es abrumadora.
– Cada día cojo el tren a la misma hora- digo rápidamente antes de bajar.
Las puertas se cierran y nos contemplamos a través del cristal de la puerta, y por primera vez en la vida siento que he perdido mi tren.
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Madre mía, momento tonto que he tenido, será porque hoy es san Valentín. Qué gran experto en merchandising, este san Valentín… Bueno, ni que decir tiene que la protagonista de este microrrelato es idiota profunda, si lleva dos años en dique seco y para algo emocionante que le pasa… Total, iba a renovarse el carnet de identidad, será que no podría haber ido otro día. Si te encuentras en su lugar ni se te ocurra bajarte del tren, y si resulta que es el expreso transiberiano, pues ve a vivir tu amor a la estepa, que es un lugar muy tranquilo y fresquito que invita a arrebujarse contra un buen morlaco o una buena jamelga, a escoger.
Al otro lado de las llamas 