Capítulo 3

Kendra se puso en marcha a la mañana siguiente llevando un palo por todo equipaje. No sabía cuánto tiempo le llevaría llegar al pueblo y quería estar fuera lo mínimo posible, así que caminó a buen paso. Se guiaba por el sol, aunque a veces no estaba muy segura de seguir el rumbo adecuado. A mediodía paró a comer lo que, como siempre, había recogido por el camino. El descanso les vino muy bien a sus pies. Despejó una pequeña zona de hierbajos y hojarasca y dispuso unas cuantas piedras haciendo un círculo. Dentro puso algo de yesca y unas cuantas ramitas secas. Entonces se llevó una mano a la boca.

– ¿Te apetece salir un rato?

Al momento una pequeña llama asomó entre sus labios y saltó a su mano. La niña acercó la llama con cuidado a la yesca y sonrió cuando vio que prendía con fuerza.

– Me alegro de que estés bien. No estaba segura de que funcionara.

– Gracias por haberme ayudado. Ahora vivo dentro de ti, ¿sabes lo que significa eso?

Kendra contestó sin pensar.

– ¿Que somos amigos?

El fuego crepitó, divertido.

– Si, eso es exactamente lo que quiere decir.

Después de comer Kendra fue a recoger el fuego otra vez, pero cuando acercó la mano el fuego se retiró un poco.

– ¿Qué pasa?

– No hace falta que me recojas cada vez que salga fuera. Yo sigo dentro de ti. Si quieres que nos vayamos sólo tienes que decirlo y me apagaré.

– Oh… Bueno, pues vámonos.

La pequeña hoguera se apagó bruscamente, dejando sólo unas cenizas. La niña las tocó y se sorprendió al encontrarlas frías. Se limpió las manos en la falda y se puso en marcha otra vez. A veces se veía obligada a dar grandes rodeos debido a lo abrupto del terreno, y llegó un punto que ya no estaba muy segura de ir en buena dirección. Al fin vio una columna de humo a lo lejos. Esperanzada, se dirigió hacia allí. Pronto vio una casa o, más bien, una granja. No era el pueblo que estaba buscando, pero menos era nada. Se acercó cautelosamente, sin hacer ruido. Decidió dar una vuelta en torno al edificio antes de acercarse más. Mientras iba a la parte de atrás se dio cuenta de que no sabía qué hacer a continuación. No tenía dinero para pagar por la ropa que necesitaba y no podía esperar que los granjeros fueran tan generosos para regalársela. No quería robar pero parecía que no iba a tener otro remedio. Empezó a oír unos ladridos. Kendra se imaginó un perro rabioso saltándole encima y se quedó paralizada. Con mucha precaución siguió avanzando en su rodeo pero a mayor distancia, entre la maleza. Efectivamente, en la parte trasera había un perro enorme y negro de fauces babeantes que no paraba de ladrar. Por suerte estaba atado con una cadena a la pared. También vio algo que le llamó poderosamente la atención: colada tendida. Había de todo: vestidos, pantalones, camisas, todo tipo de ropa interior, sábanas… Un sueño hecho realidad. La niña tuvo que reprimir un grito de alegría. Lo único que le preocupaba era que el perro llamara la atención de la gente con sus ladridos, pero tenía que arriesgarse. No se veía a nadie por ninguna parte, así que salió de entre los árboles. Tenía el pulso acelerado y le sudaban las palmas de las manos. No tenía por costumbre ir a robar a las casas ajenas. El perro la vio en seguida y se puso histérico. Corrió hasta que la cadena lo frenó bruscamente y se puso a ladrar como un loco. Kendra aceleró el paso. De dentro de la casa llegó una voz de hombre gritando:

– Otra vez está ladrando el perro de mierda. ¡Cállate de una vez, Bruno!

Al parecer Bruno no se dio por aludido, porque siguió ladrando. Kendra supo que era cuestión de tiempo que el hombre saliera y la descubriera, así que echó a correr pasando por delante del perro hasta la ropa tendida. Una vez allí dejó el palo en el suelo, tiró de una sábana y la echó al suelo. El perro la estaba volviendo loca con sus ladridos. “Por favor, por favor, cállate”, pensó. Empezó a tirar ropa encima de la sábana, sin fijarse demasiado en lo que era. Miró por encima del hombro pero no vio a nadie. Cuando juzgó que tenía suficiente cogió las cuatro puntas de la sábana haciendo un hatillo y se lo echó al hombro. Recogió su palo y corrió en la dirección en la que había venido. Al pasar por delante del perro vio algo con el rabillo del ojo que captó su atención. Junto a la pared había dos cazos grandes: uno con agua y el otro con lo que parecían restos de comida. Un cazo… Podría cocinar. En invierno podría descongelar nieve. Podría tener agua en su escondite en lugar de tener que ir hasta el riachuelo para beber. El problema era que los cazos estaban dentro del alcance de Bruno, pero tenía que intentarlo. Corrió hasta la pared y se quedó justo fuera del alcance del perro. Bruno la encaró soltando espumarajos por la boca y levantándose sobre las dos patas traseras, sujetado por la gruesa cadena. Así, de pie, era casi más alto que Kendra. Y, como no podía ser de otra manera, no paraba de ladrar como un loco. La verdad era que daba bastante miedo. Kendra tuvo que recorrer a toda su sangre fría para no salir huyendo. Las ollas quedaban detrás del perro, fuera de su alcance, tendría que distraerlo con algo. Abrió su hatillo y cogió una prenda de ropa interior. Era una pena perder cualquier cosa, pero era por un bien mayor. Luego hizo un nudo para volver a cerrar el fardo y atravesó su palo por debajo del nudo. Lo dejó todo en el suelo, listo para cogerlo y correr sin dilación. Kendra puso la prenda delante de las narices del perro pero lo suficientemente lejos para que no pudiera alcanzarla. El perro intentó morderla ciegamente. Entonces la niña lanzó la prenda tan lejos como pudo detrás del perro. Bruno salió disparado tras el pedazo de tela. Ella aprovechó para ir corriendo hasta las ollas sin quitarle ojo al animal. Cuando llegó Bruno ya había cogido la prenda entre sus fauces y la estaba destrozando a dentelladas. Cogió la olla de la comida y la metió dentro de la otra, haciendo que el agua que contenía se saliera en todas direcciones. Bruno se giró con el ruido y salió disparado hacia Kendra, olvidándose del trapo. La niña no iba a tener tiempo de salir fuera de su alcance. De hecho, sólo tuvo tiempo de levantar las dos ollas entre ella y la enorme cabeza del animal justo cuando se abalanzaba sobre ella. Bruno se estampó contra las ollas y tiró a Kendra al suelo con el impulso. La niña no pudo reprimir un grito de sorpresa y terror. Las ollas rodaron a un lado. El perro sacudió la cabeza y volvió a atacar. Kendra puso las manos delante de la cara y cerró los ojos con fuerza. Así era como iba a terminar todo, destrozada por un chucho. Notó el aliento cálido y húmedo del animal sobre ella. De pronto se oyó un “flash” y oyó como el perro se alejaba gimiendo. Cuando abrió los ojos vio que el perro estaba lo más lejos posible de ella y que tenía el hocico chamuscado. Tenía la cabeza apoyada en el suelo y las patas delanteras cruzadas encima del morro. Kendra no acababa de entender lo que había pasado pero no tenía tiempo para pensarlo, así se puso en pie a toda prisa para huir.

– ¿Qué ha sido eso? ¿No has oído como un grito?

– Algo he oído, pero no sé lo que era.

Kendra oyó como se abría una ventana por encima de su cabeza. Un hombre calvo se asomó.

– ¡Eh, tú! ¿Qué demonios estás haciendo?- le gritó.

Kendra recogió las ollas a toda prisa, corrió hasta su fardo de ropa y lo cogió como pudo. No es que todo junto pesara demasiado, pero no lo llevaba cogido de la mejor manera y le faltaban manos. A lo lejos oyó pasos precipitados, todavía dentro de la casa. La niña corrió todo lo que pudo hacia el bosque. Cuando estaba a medio camino volvió la cabeza y vio como el hombre calvo salía corriendo por la puerta principal. Detrás suyo una mujer regordeta se asomó a la puerta mientras se secaba las manos en el delantal. El hombre no paraba de gritar a la niña que se detuviera. Kendra sentía que el corazón se le iba a salir por la boca. El hombre corría más que ella, pero la niña le sacaba bastante ventaja. Parecía que no llegaba nunca al bosque y llevaba el fardo tan mal cogido que amenazaba con caerse en cualquier momento.

– ¡Ven aquí, ladronzuela! ¡Como te coja te vas a enterar!- gritaba el hombre a su espalda. Muy cerca. Kendra no se atrevió a girarse.

Tenía la certeza de que el hombre la alcanzaría antes de llegar a los árboles, pero milagrosamente consiguió llegar. Corrió un poco más en línea recta y dio un giro de noventa grados a su derecha. Si quería despistar a su perseguidor no tenía que correr mucho, sino esconderse bien. Ella era pequeña y podía meterse en cualquier matorral, pero el fardo era grande y, además, blanco. Volvió a cambiar de dirección y siguió corriendo. Al pasar por un charco resbaló y soltó un grito. Milagrosamente pudo mantener el equilibrio pero el fardo se le escurrió de las manos y cayó al barro, obligándola a parar. Justo entonces notó la presión de una manaza sobre su hombro y volvió a gritar, esta vez más fuerte. Se giró y vio a su perseguidor sudando como un cerdo y con cara de pocos amigos.

– ¿Dónde crees que…?- empezó.

Sin pensarlo, Kendra le golpeó con el palo en la entrepierna con todas sus fuerzas.

– ¡Aaah! ¡Hija de perra! ¡Te voy a arrancar la piel a tiras! ¡Te voy a partir el alma!

El hombre se dobló por la mitad y cayó de rodillas sujetándose sus maltrechos atributos con las dos manos.

– ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo necesito para sobrevivir!- gritó Kendra recogiendo el fardo a toda prisa y echando a correr.

Manchado de gris marronoso casi en su totalidad el fardo era ahora más fácil de ocultar. Kendra miró atrás y no vio al hombre, pero sabía que andaba cerca porque oía sus gritos. Aprovechando que estaba fuera de su campo de visión la niña buscó un lugar donde esconderse. Un poco más adelante había unos matorrales bastante grandes, así que se metió dentro, con el palo bien agarrado por si acaso. Intentó dejar de jadear ruidosamente. Inspiró hondo varias veces y consiguió controlar su respiración. Oyó los pasos del hombre calvo acercándose. No veía casi nada desde donde estaba pero no se atrevía a moverse ni un milímetro. Kendra esperó un poco y se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. De pronto vio una bota delante de su cara. Casi se le escapó un grito del susto. El hombre se había parado justo delante del matorral. ¿La habría visto? Pasaron unos instantes interminables y al final el hombre pasó de largo soltando imprecaciones. Kendra respiró aliviada. Durante un buen rato le oyó ir arriba y abajo gritando sin parar. Luego, silencio. Kendra esperó un poco más por si acaso y asomó la cabeza para ver. No había nadie. La niña suspiró tranquila. Ahora que se sentía segura sacó una olla de la otra, se bebió el resto de agua que quedaba en la olla de debajo y volvió a encajar la otra encima. Aunque con la carrera se había caído parte de la comida todavía quedaba mucha. Eran restos de estofado y alguna verdura. Un banquete. Poco importaba que el perro hubiera metido el hocico dentro, Kendra arrancó un pedazo de carne de un hueso y se lo comió ansiosamente. Luego metió algo de ropa dentro de la olla a modo de tapa y puso las dos ollas dentro del fardo. Hizo un buen nudo y se lo echó al hombro. Ahora iba mucho más cómoda. Sin más demora reemprendió el camino de vuelta. Andaba todo lo rápido que podía intentando volver por el mismo camino que había hecho a la ida. No le preocupaba demasiado perderse porque siempre podía encaramarse a cualquier sitio y ver su árbol gigante, que sobresalía entre las demás copas, pero si volvía por el mismo camino sabía que no se encontraría con un precipicio o algo así. La lástima era que no podría llegar ese mismo día porque ya estaba oscureciendo. Siguió avanzando hasta que encontró una pequeña cueva donde refugiarse. Después de dar unos golpes dentro con el palo para asegurarse de que no había ningún animal dentro se metió a rastras. Era una cueva muy pequeña, lo justo para estirarse dentro. Bueno, suficiente para ella. Se sentó fuera y preparó un pequeño círculo con piedras para su fuego. Luego recogió algunas ramitas y algo de yesca y se llevó la mano a la boca para que saliera el fuego.

– Así, no.

– ¿Qué?- Kendra se sorprendió- ¿No quieres salir?

– Acerca la mano a la madera.

La niña obedeció y una llama apareció entre sus dedos y saltó a la yesca.

– Vaya…

La llama se acomodó entre las ramitas y creció hasta convertirse en una pequeña hoguera. Kendra sacó las ollas del fardo, quitó la ropa que tapaba la comida y se puso a roer los huesos en silencio. Permaneció así un rato, con la vista fija en el suelo. Al final dejó la comida a un lado y miró la hoguera.

– Yo… siento que me hayas visto hacer eso.

– ¿Hacer qué?

– Ya sabes…- Kendra se puso colorada y bajó la voz- Robar.

El fuego no dijo nada.

– Yo nunca había robado en mi vida, lo juro. A mi madre no le habría gustado nada. Lo he hecho por necesidad. No soy mala persona.

– No te juzgo.

Kendra se quedó en silencio pero estaba claro que no se había quedado tranquila. Se puso a juguetear con una ramita seca.

– ¿Tú crees que soy malo, Kendra?

– No, claro que no. Si no fuera por ti creo que me habría muerto cuando llovió tanto. Y supongo que hiciste algo cuando el perro me saltó encima. Aún no te he dado las gracias.

– Todos los fuegos somos el mismo fuego. Soy el mismo fuego que puede quemar bosques enteros. Y personas. ¿Soy malo por ello?

Kendra no supo qué contestar.

– Hay mucha gente que moriría sin mí en invierno. ¿Sabías que hay frutos que sólo se abren y liberan sus semillas si se queman?- la niña negó con la cabeza- Sin fuego esas semillas no podrían germinar.

El fuego se quedó callado y la niña no dijo nada.

– Si crees que soy malo es que no comprendes mi naturaleza.

Kendra asintió lentamente.

– Recuerda que vivo dentro de ti y veo tu alma como si fuera la mía. En tu vida harás cosas terribles y cosas maravillosas, pero tu alma es limpia, y eso es lo que cuenta. Si crees que eres mala es que no comprendes tu naturaleza.

– Gracias- susurró ella, con la voz rota por la emoción. Se inclinó hacia delante y le dio un beso al fuego, que tembló un poco-. Buenas noches.

Kendra se metió en la pequeña cueva con los pies por delante y se quedó dormida rápidamente.

Se despertó en plena noche, inquieta. ¿Y si el hombre de la granja seguía su rastro con el perro? Estaba tan intraquila que se levantó, recogió sus cosas y se puso en marcha. En la oscuridad tenía que moverse muy despacio para no tropezar con algo o caerse en un agujero, pero no podía quedarse quieta. En lugar de ir en línea recta hacia su escondite dio un amplio rodeo. O, al menos, eso creyó ella. Paulatinamente se fue haciendo de día y Kendra se dio cuenta de que había hecho una tontería. Había avanzado muy poco y se había expuesto a caerse y romperse la crisma. En fin, ya estaba hecho. Siguió con su rodeo y hacia mediodía llegó al riachuelo. Kendra aprovechó para beber agua y lavarse. No se entretuvo en lavar la ropa, ya tendría tiempo para eso. Primero quería llegar sana y salva al refugio. Calculó que estaba bastante río abajo, así que empezó a remontar el curso del riachuelo pisando dentro del agua para eliminar su rastro. Al cabo de un rato llegó a un tramo donde había una pequeña cascada. Era una zona rocosa, tapizada de musgo, y abajo, a ambos lados del lecho, había agujeros circulares llenos de agua, como si fueran ollas gigantes. En algunas parecía que podía meterse entera de sobras. Para remontar la cascada dio un pequeño rodeo y volvió a meterse en el agua. Cuando reconoció la zona a la que se acercaba cada día a beber salió del agua y, ahora sí, fue directa al escondite. Pasado el mediodía pisó su claro y por fin respiró tranquila. Instaló el fuego bajo las raíces y puso a secar sus botas. Pasó brevemente la olla de la comida por el fuego y pudo comer algo de carne caliente. Qué felicidad. Después de comer se echó a dormir. Se lo había ganado.

En el hatillo había todo tipo de ropa: vestidos, pantalones, camisas, ropa interior masculina y femenina… Y la sábana. El problema es que todo le iba enorme. Se pasó dos días “arreglándose” la ropa. Decidió no cortar mangas ni perneras de pantalones, le bastaba con hacer varios dobleces. Los vestidos, en cambio, eran demasiado largos y había que cortarlos. Lo hizo con mucho cuidado con ayuda de una piedra puntiaguda y no le quedó del todo mal, aunque los bajos de las faldas quedaron bastante irregulares. Con unas hierbas flexibles se confeccionó unos cinturones para poderse ceñir los pantalones, ya que le sobraba más de la mitad de la cintura. Con la tela sobrante de los vestidos confeccionó unos saquitos en los que guardó sus plantas medicinales. La sábana la conservó entera de momento y la utilizó para taparse por la noche. Era tan grande que podía doblarla varias veces y así abrigaba más.

Kendra se sentía preparada para afrontar el invierno. Tenía fuego y tenía ropa de abrigo. Sólo le faltaba solucionar el tema de la comida. Desde que vivía en el bosque se había quedado en los huesos. Como disponía de todo el tiempo del mundo aprendió a pescar usando un trozo de tela a modo de red. También aprendió a cazar algunos animalejos del bosque en sus madrigueras, hacía un pequeño fuego en una salida y esperaba en la otra a que saliera el animal. El tiempo que le sobraba, que era mucho, lo dedicaba a charlar con el fuego y a sentarse con la espalda apoyada en el tronco gigante haciendo preguntas a su madre y esperando una respuesta que no llegaba nunca. Con el fuego aprendió muchas cosas. Podía invocarlo con sólo pensarlo, y no sólo al lado suyo. Podía encender una hoguera tan lejos como alcanzara la vista. Con tiempo y paciencia le enseñó al fuego a permanecer encendido toda la noche con muy poca madera, dosificándose. Luego el fuego le enseñó que en caso de necesidad podía arder sin necesidad de consumir madera ni otro soporte, incluso podía flotar en el aire. Kendra sintió que le había estado tomando el pelo. Le preguntó por qué le había pedido ayuda la primera vez si en realidad no la necesitaba, pero el fuego no contestó. A veces jugaba a perseguir una bola de fuego por todo el claro, riéndose y gritando sin parar. De noche era especialmente divertido. Kendra no se planteó en ningún momento que ella controlara el fuego, más bien se consideraba su amiga. Aunque pareciera que sólo ella se beneficiaba de su relación, la niña hacía muchas cosas por él. Al fuego le encantaban las cosas que crujían y chisporroteaban cuando se quemaban, así que Kendra le llevaba piñas y ramas de cierto tipo cuya resina hacía mucho ruido al arder. También le gustaba el olor de las flores y las hierbas aromáticas al quemarse, y de vez en cuando le apetecía que la niña le tirara gotitas de agua encima, que se evaporaban en cuanto lo tocaban haciéndole reír. Decía que le hacía cosquillas. En cambio, odiaba quemar las ramas verdes y restos de comida, como huesos o verduras cocidas. Tampoco le gustaba que lo apagaran con agua. Eso era lo que más odiaba. Kendra siempre le complacía en todo lo que podía. Poco a poco la niña empezó a hablar con casi todas las cosas: al agua del riachuelo, a las plantas, a las nubes… Al principio se sentía un poco ridícula pidiéndole permiso al agua para lavarse en ella, o preguntándole a la hiedra si había pasado buena noche, pero luego se convirtió en una costumbre. Si había podido comunicarse con el fuego, ¿quién decía que no pudiera hablar con el resto de las cosas? Obviamente nunca obtenía respuesta, pero no le importaba.

– Haces bien en hablarles- le dijo un día el fuego-. Todas las cosas tienen vida, y todas tienen algo que decir si sabes escuchar.

El otoñó avanzó sin que se diera cuenta, y un buen día se levantó y vio los primeros copos de nieve posándose sobre la hierba. Loca de contenta, Kendra salió a jugar con la nieve. Al fin y al cabo sólo era una niña pequeña. La nieve significaba nuevos juegos para ella. Pronto significaría nuevas dificultades.

Estuvo nevando varios días y el bosque entero quedó tapizado de blanco. La comida empezó a escasear: era imposible encontrar raíces, se terminaron las moras y los madroños, los animalejos parecían haber desaparecido… El riachuelo no se congeló, así que todavía podía pescar, pero el agua estaba helada. Tuvo que renunciar a bañarse. En lugar de eso llenaba las dos ollas con agua y se las llevaba a casa por turnos. Allí las calentaba en el fuego hasta que podía lavarse más o menos sin tiritar. De todas maneras el sistema le molestaba enormemente porque si no se podía sumergir en el agua no se sentía limpia del todo. Con todo, estaba bastante satisfecha. Tal vez tuviera que comer menos pero creía que podría sobrevivir hasta la primavera…

Capítulo 4

3 respuestas a Capítulo 3

  1. Pingback: ¡Ya puedes leer aquí el capitulo 3 de “Al otro lado de las llamas”! | Al otro lado de las llamas

  2. don blas dijo:

    Buenas, muy divertido tu blog y muy interesante tu novela, pero ¿para quién la escribes? ¿Niños, jóvenes, adultos? Si no piensas en niños muy pequeños te recomiendo que la hagas más compleja y más creíble; precisamente lo que más me ha gustado ha sido el fuego hablando sobre si es bueno o malo, en cambio no me puedo imaginar a alguien en una huida violentamente diciendo que «ha robado sólo porque lo necesita para sobrevivir»

    • requefer dijo:

      Hola Don Blas
      Me alegro de que te guste el blog y te agradezco un montón que me comentes lo que piensas de la novela.
      Te explico, la novela está escrita desde el punto de vista de la niña, por eso ahora te parece tan «naive». La niña crecerá y se hará adulta a medida que pasen los capítulos y todo dejará de ser tan transparente y sencillo. Digamos que la novela va creciendo con la niña… O, al menos, ésa es la idea.
      Ese comentario de Kendra es bastante tontorrón, si quieres, pero es como me imagino que reaccionaría una niña de 9 años (de la época, no como las de ahora, que con 9 años ya están de vuelta de todo) que no tiene ni idea de la vida, que no tiene ningún contacto con otros seres humanos y que, ante todo, se siente fatal por estar robando (¿qué pensará su madre, que la estará viendo desde el cielo?).
      ¿Te he convencido?
      La novela va dirigida a jóvenes y adultos, por cierto. Y a extraterrestres residentes en la Tierra.
      De todas maneras tomo nota de tu comentario y te aseguro que será ampliamente debatido con mi equipo de estilistas literarios. Todavía estoy a tiempo de cambiar cosas…
      ¡Un abrazo, Don, y gracias otra vez!

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