Esos locos bajitos

Hoy ha tenido lugar uno de esos eventos malignos que marcan la venida del anticristo. Sí, mi niña se ha hecho caca en la bañera. Pero no un tronchillo que puedes coger con la mano en un arranque de valor, en un ejercicio de vaciar la mente, y lanzarlo al wáter a la velocidad del rayo. No. No podía ser tan sencillo.

No, ha sido una de esas cacas efervescentes que se descomponen en millones de minicacas al contacto con el agua. ¿Qué podía hacer yo ante tal desastre? Pues cerrar la puerta cuidadooooosamente y dejar al papi lidiando con la caca palomitera (¡¡sí, eso, como palomitas!!). Todavía no sé qué pasó ahí dentro, tal vez nunca lo sepa… La caca ya no está.

Todos los padres se enfrentan tarde o temprano con este tipo de atrocidades cacurientas. Unos amigos míos en verano dejaron al crío en pelotillas en el comedor un momento y, cuando volvieron… Cualquier cosa que te puedas imaginar se queda corta. El crío se había hecho caca, la cogió con esas manitas regordetas y graciosísimas que tienen los niños pequeños y comenzó a frotarla por TODAS PARTES: el suelo, los muebles… el sofá…

Nada te prepara para eso, es como si el comedor se hubiera convertido en una sala de Charlie y la fábrica de chocolate pero en plan pesadilla provocada por indigestión de fabada. Y cuando no, vomitan en los colores más visigodos sobre nuestras camisas blancas. ¡Y ni lejía, ni quitamanchas, ni nada, acostúmbrate a que ahora esa camisa es estampada en plan art attack (es decir, sin seguir ningún dictado de la moda, ni de la higiene ocular)!

¿Por qué esos pequeños monstruos tienen que torturarnos con lo que más duele? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?

Voy a tomarme una tila.

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