Sabes que estás en navidades porque te encuentras mojando canelones y turrón del duro en la leche del desayuno. ¡Menudo hartón de comer, y lo que nos queda! He sobrevivido al 25 de diciembre, aunque ahora mis venas soportan un revestimiento de colesterol de 4cm de ancho (que sepas que ayer cené una ensalada para calmar mi sentimiento de culpabilidad, y si no fuera por los bombones que me comí después lo habría conseguido).
Me encanta el momento de los regalos, aunque tienes que someterte a un duro entrenamiento para mantener esa cara de alegría cuando abres el paquete de brillantes colores y dentro encuentras una sartén de segunda mano. “¡La de hacer tortillas de patatas, nena! Ahí no se te pegará NUNCA” y tú, con una gota de sudor frío cayendo de tu mejilla, compones una sonrisa y contestas que llevas toda tu vida esperando ese regalo (y ahora sabes quién es la alimaña zarrapastrosa que te lo ha hecho).
Y ahora aquí estoy, mojando distraídamente un langostino en la leche entre una montaña de papel de regalo, copas sucias, restos de comida de ayer y la dentadura postiza de mi abuela. Hoy vamos a comer a casa de la suegra, así que no me conviene ir con la tripa llena. Del langostino sólo me comeré los pelillos. Y un poco de turrón para acompañar, que si no es muy triste.
Igual que el 99% de la población, he hecho una firme promesa ante la bandeja de profiteroles. En enero voy a comenzar a ir al gimnasio. ¡En serio! Ya que lo estoy pagando desde tiempos inmemoriales y no voy lo justo es que al menos visite sus instalaciones para recordar dónde están los vestuarios. Y de paso quemar algo de grasa, ni que sea con el mechero.
Y pasando a temas más serios, me han dicho en la imprenta que es posible que el 31 de diciembre tenga ya mi novelita impresa, encuadernada y dedicada por la mujer de la limpieza. Como es Navidad no quiero perder la esperanza, así que… ¡Ánimo, que ya falta muy poco para disfrutar de “Al otro lado de las llamas” en papel!