¿No te preguntas nunca cómo sería tu vida si hubieras tomado una decisión distinta? Y no me refiero a decisiones importantes en tu vida, como decidir no parar a tomarte una cerveza con los amigos cuando eras un espermatozoide camino del óvulo. Me refiero a cosas insignificantes que han cambiado tu vida por completo.
Por ejemplo, si en lugar de ir por el camino de la derecha hubieras tomado el de la izquierda aquel día en que tu mayor logro fue dar a luz un ñordo de kilo y medio, habrías visto venir hacia ti un morlaco de esos de ojazos negros, culo prieto, porte imponente… ¡Corrrrre, picatoste desgazpachado, quién te manda meterte en medio de los sanfermines! Bueno, luego habrías salido en todos los zappings, esa figura misteriosa que cruza por medio de la manada mientras juega al Candy Crush y termina empotrada en un muro, con la nariz haciendo bulto en la nuca.
Si hubieras llegado cinco minutos antes a tu primera cita con esa mujer, ese hombre, esa cabra de bandera, habrías descubierto que es quien se tira esos pedos que huelen a brócoli. Cinco años pensando que el coche expelía vapores diarreicos por la rendija del aire acondicionado… Un calvario.
O si hubieras tomado ese baño de espuma que tanto deseabas, de esos que parece que te hayas metido en un bol de nata montada, en lugar de darte un rápido baño checo en el bidé (ya sabes, te vas dando agüita con la mano en todo lo negro: checo, checo, checo…), tu abuela no habría sufrido un infarto al entrar de improviso. Claro, es que lo del perro echándote una mano a lametones no le hizo mucha gracia…
En fin, las cosas tampoco han ido mal tal como son. ¡Y el perro ha alcanzado un nivel de excelencia en el asunto que lo quieres más que todas las cosas!